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La historia no sin política. Entrevista a R. Huertas (Saltos nº 3).

Reproducimos la entrevista que la revista Saltos. Investigación y enseñanza en psicoanálisis realizó a Rafael Huertas en 2016 sobre historia, política y disciplinas psi.

La entrevista se publicó en el número 3 de la revista, que está editada por la Fundación Salto (Córdoba – Argentina), cuya web puede consultarse en http://fundacionsalto.org/

¿Cómo piensa la relación entre la política y la historia?

La relación me parece evidente. Pienso que, como nos enseñó hace tiempo Lucien Goldmann, es imposible hacer una ciencia humana que no tenga un carácter ideológico. Creo sinceramente que pretender hacer una historia “desideologizada” o “despolitizada” es una ingenuidad o una falacia. Me parece que una importante peculiaridad metodológica de las ciencias humanas tiene que ver con la afortunada dificultad para separar lo objetivo de lo subjetivo; es decir, la imposibilidad de deslindar radicalmente, por un lado, el sujeto y el objeto del conocimiento y, por otro, los juicios de hecho y los juicios de valor. Por eso, cualquier investigación o reflexión histórica tiene, aunque no lo pretenda, una carga ideológica y, por tanto, unas connotaciones políticas. Esto, que parece muy evidente para la historia social, preocupada en un primer momento por el movimiento obrero y más tarde por otros colectivos, también resulta incuestionable en otras formas de hacer historia consideradas más “neutrales”. La historia política puede llegar a ser una historia de buenos y malos escrita invariablemente por los vencedores. El género biográfico, tan denostado hace algunos años y hoy al alza, encierra en sí mismo una estrategia discursiva con una importante carga moral y una innegable proyección educativa. La biografía es un género que, tradicionalmente, es edificante y moralizador, en buena medida al servicio de unas prácticas de socialización tanto colectiva como individual. Las “vidas ejemplares” de los santos, de los héroes, de los grandes científicos, etc…, acabaron convirtiéndose en un instrumento de creación cultural del “yo”; una manera, en suma, de construir referentes y de contribuir así al afianzamiento de los valores y de la cultura hegemónica. En el ámbito de mi especialidad –la historia de la medicina- las biografías de los grandes médicos aparecen como iconos de una tradición de saber y trabajo, de nobleza y abnegación que permite también legitimar la profesión porque la glorificación de determinados médicos contribuye, en suma, a la salvaguarda de todo el colectivo. Todo esto, obviamente, tiene unas consecuencias “políticas” de primer orden aunque se trate de una historia aparentemente acrítica y complaciente. Claro que, desde una perspectiva un poco más “consciente”, sin salirme del género biográfico, no resulta menos evidente que la adecuada contextualización de esas “grandes figuras” aparece como una exigencia metodológica obligada. Su adecuada comprensión pasa por conocer los condicionantes económicos, políticos y culturales que se dieron en su época. Es verdad que en una trayectoria vital, única e irrepetible, existen elementos azarosos, pero las “historias de vida” aparecen como un reflejo de lo cotidiano en las estructuras sociales y pueden llegar a constituir un elemento más de una renovada historia social.

La necesidad de contextualizar no solo la vida de las personas, sino los “hechos” y los “procesos” históricos desde una perspectiva “política” permite valorarlos en un sentido amplio y comprensivo. Dos ejemplos, y termino, extraídos de la historia de la psiquiatría: si sabemos que la famosa «liberación de los locos», atribuida a Pinel y considerada el gran «mito fundacional» de la psiquiatría, no fue algo aislado sino que se repitió en muchos lugares de Europa coincidiendo con las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, podremos ubicar el «nacimiento de la psiquiatría» en un contexto socio-político más amplio, y no sólo como la «hazaña» del gran Pinel. Otro ejemplo que puede ilustrarnos suficientemente sobre la relación directa entre asistencia psiquiátrica y contexto socio-político es el que muestra cómo los intentos de transformación de la asistencia psiquiátrica en España durante el primer tercio del siglo XX fracasaron por motivos políticos, externos a la psiquiatría; me refiero tanto a las iniciativas de la Mancomunitat de Cataluña (1914-1923), abolida por la dictadura de Primo de Rivera, como al intento de Reforma psiquiátrica de la IIª República, cercenada por el levantamiento fascista de 1936 que condujo a la guerra civil y a la dictadura franquista.

¿De qué se trata, a su entender, una operación política? ¿Y en la historia específicamente?

Supongo que se está refiriendo a una acción política concreta, que entiendo debe responder a una estrategia determinada y, como es lógico, está íntimamente ligada a unas relaciones de poder, de connivencia o de conflicto y en este último caso con resultados de represión (en cualquiera de sus facetas), de negociación, de resistencia (también con facetas diversas), etc. Desde mi punto de vista, el análisis histórico de este tipo de cuestiones resulta imprescindible. Biopolítica, biopoder, control social, etc., son conceptos fundamentales para el tipo de historia que, personalmente, me interesa desarrollar. Pienso que en historia de la medicina y de la psiquiatría (también en otros ámbitos) hay un antes y un después de Foucault. Pero también creo que determinada historiografía del control social ha otorgado una importancia exagerada a las instituciones penitenciarias, sanitarias y educativas puestas en marcha durante la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, asignándoles una capacidad “política” estratégica y desmedida para reordenar la sociedad. Creo que es necesario tener en cuenta ciertos desfases entre la teoría y la práctica, ya que, en no pocas ocasiones, la lectura crédula de los documentos y de los discursos de las élites puede conducir a conclusiones abarcadoras, lineales y escasamente dialécticas que no consideren las dificultades estructurales o las resistencias con las que las estrategias de control social pudieron encontrarse a la hora de ser llevadas a la práctica.

Íntimamente relacionado con esto, merece la pena tener en cuenta que los saberes especializados no son exclusivos de las élites, y que cualquier reflexión sobre el poder, dominación, hegemonía, etc., debe incorporar la posición de los llamados sectores subalternos. El asunto del poder (político) ha constituido buena parte de las preocupaciones de los intelectuales durante el último siglo. Desde las aportaciones de Gramsci sobre la hegemonía y la subalternidad, las propuestas de Foucault -a las que acabo de referirme- acerca del biopoder, o los estudios lingüísticos de Derrida, hasta los abordajes de los estudios feministas y poscoloniales más recientes, han tomado en consideración la cuestión del poder. En dichas elaboraciones se ha puesto en evidencia cómo el discurso hegemónico tiene una capacidad importante para lograr el consentimiento de los adversarios sociales, y esa capacidad está constituida por elementos represivos y productivos. Pero la elaboración gramsciana de subalternidad también hace referencia a aquellos grupos que, de formas diversas, negocian el grado de adhesión a los discursos y praxis hegemónicos. En este sentido, me parece ineludible “descentrar el lugar de enunciación” (del experto que forma parte de los grupos hegemónicos), considerando otros lugares de enunciación, el de los subalternos del conocimiento y del discurso oficial (no-expertos: mujeres, obreros, colonizados, enfermos, etc.). Creo que esta es una buena forma de discutir –o de confrontarnos- con relativismos culturales o con renovadas omnipotencias discursivas que olviden el análisis político y económico. Hagamos historia cultural, sí, pero siempre que entendamos la cultura como un “campo de fuerzas”, como un espacio dialéctico compuesto de elementos cambiantes que pueden no seguir un destino preconcebido, que pueden incluso carecer de esencia, pero no de sentido social o dirección política.

¿Qué se sostiene y qué se soporta al hacer historia?

Hay muchas formas de hacer historia y, si entiendo bien la pregunta, la respuesta variaría en cada caso. Por mi parte, de algún modo, creo que ya he adelantado algo en la contestación a las preguntas anteriores. En todo caso, si me gustaría insistir en que la investigación histórica debe sostenerse, en mi opinión, con marcos teóricos sólidos y con preguntas de investigación que anuncien claramente desde qué presupuestos y con qué objetivos parte el historiador. Una fuente histórica puede tener muchas lecturas, probablemente casi todas lícitas, pero es necesario hacer explícitos los objetivos de cada investigación y tener la honestidad, en el caso de que las hipótesis previas no se confirmen, de explicarlo de la mejor manera posible. Con frecuencia se dice: “las fuentes mandan”, y es cierto pero, como digo, hay muchas maneras de interpelar a las fuentes dependiendo del objetivo planteado. Y no solo eso, también tiene mucha importancia la elección de las fuentes: si nos quedamos en los documentos “oficiales”, sancionados por el poder de turno, obtendremos un tipo de respuestas que, probablemente, no serán las mismas que las conseguidas con otro tipo de fuentes más o menos alternativas, las que contienen discursos contrahegemónicos en sentido amplio: determinada prensa, algunos epistolarios, fuentes procedentes de movimientos sociales, etc., que permitan construir las narrativas de los grupos subalternos a los que me he referido antes. Una historia “desde abajo”, que de voz a los sin voz, y que en mi campo, el de la historia de la medicina, tiene una traducción directa en lo que llamamos la “perspectiva” o el “punto de vista” del paciente. Es decir, la investigación en historia de la salud ya no consistiría solo en estudiar los discursos y las prácticas médicas, o en analizar las políticas sanitaria o los modelos de atención, sino también en conocer las experiencias y las vivencias de los enfermos (experiencia y subjetividad), la construcción social de la enfermedad, la actitud social hacia el enfermar (la violencia del diagnóstico y el estigma), etc. Toda una orientación que permite hacer “otra historia”. Otra historia que sostiene y se sostiene, como vemos, en objetivos muy determinados y que, en su desarrollo, necesita dialogar y encontrar apoyos interdisciplinares en las ciencias sociales, en la antropología, en la sociología, el psicoanálisis o en los llamados estudios culturales (desde los enfoques de género hasta los body studies o los disability studies, etc). Pienso que no pocas investigaciones en humanidades y ciencias sociales deben superar los compartimentos estancos de las disciplinas para sostenerse en abordajes trasversales y poliédricos.

Sobre lo que “soporta” esta propuesta, sobre su costo, sus límites. Bueno, creo que siempre hay que contar con la incomprensión de los sectores académicos más conservadores, pero no me parece demasiado preocupante. Es obvio que cuanto más se cultive el carácter transversal de las investigaciones, más interlocutores se pueden tener, pero el debate interdisciplinar no siempre es fácil. Otra posible limitación puede radicar en las dificultades para salir de los espacios académicos y llegar a otros ámbitos sociales o profesionales con los que poder interactuar.

¿Para qué la historia? ¿Para qué historizar?

¿Para qué la historia?, pues para pensar el presente. Cuando Karl Marx se dispuso a analizar, en términos de lucha de clases, la formación de la sociedad capitalista, percibió la necesidad, a la vez teórica y política, de desentrañar los mecanismos que hicieron posible su proceso de constitución. Desde entonces, una historia en el presente (y para el presente) ha ocupado un innegable espacio en el panorama de la investigación y la reflexión históricas.

Una buena manera de pensar nuestro presente es hacerlo desde una perspectiva histórica. Hace años, mi maestro José Luis Peset nos explicaba que la historia (de la ciencia) debía cumplir tres funciones primordiales: en primer lugar, una función epistemológica -que intenta explicar la racionalidad interna del discurso-; en segundo lugar, una función de contextualización, que considera y analiza cómo los saberes y las prácticas (científicas, médicas, psicológicas, etc.) se han desarrollado en distintos contextos históricos, geográficos, políticos, sociales y culturales, lo que nos dará claves muy interesantes para entender que los avatares del conocimiento, sea este científico, filosófico o mágico-creencial, y sus aplicaciones están íntimamente ligados a las estructuras y a las dinámicas sociales; y finalmente, una función crítica, que puede ser de crítica positiva o negativa dependiendo del objeto del análisis.

En un sentido parecido, o por lo menos complementario, el sociólogo Robert Castel retomó esta idea de historia en el presente y propuso de manera muy sintética, y creo que efectiva, que hacer este tipo de historia implica la adopción de un método que sea genealógico (la influencia de Foucault aquí es notable) en su enfoque, esto es, que a la hora de analizar un suceso determinado intente comprender la relación existente entre los elementos de innovación y los heredados; antinormativo y desmitificador por su intención, sacando a la luz sus contradicciones y las estructuras semiocultas bajo aparentes discursos de modernidad; y práctico por sus efectos.

Así, frente a una historia positivista, descriptiva, acumulativa, complaciente con el pasado y acrítica, pienso en una historia analítica, hermenéutica y crítica, capaz de interpelar al pasado para pensar el presente y para actuar o propiciar actuaciones suficientemente fundamentadas. La investigación histórica puede incorporarse, con más o menos matices, a lo que en ciencias sociales se denomina investigación-acción, con el propósito de aunar teoría y práctica, tratando de forma simultánea conocimiento y cambio social. Los resultados prácticos pueden ser muy diversos, desde contribuir a la recuperación de la memoria histórica, por ejemplo, hasta ofrecer el soporte del análisis histórico a iniciativas políticas o sociales de contenido diverso.

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