En el marco de la exposición Poéticas de la democracia. Imágenes y contraimágenes de la Transición (Museo Reina Sofía, Madrid, 5 de diciembre de 2018 – 25 de noviembre de 2019) https://www.museoreinasofia.es/exposiciones/poeticas-democracia, se celebró el pasado 1 de febrero de 2019 la actividad Raptos de la imaginación. Jornada sobre la contracultura en el posfranquismo https://www.museoreinasofia.es/actividades/raptos-imaginacion
En dicha jornada participaron quince ponentes con intervenciones breves (10 minutos) en las que abordaron diversos aspectos de la contracultura en un diálogo transhistórico y polifónico, desde medios y herramientas artísticas y comunicativas hasta nuevas zonas de politización que fueron abriéndose (feminismos, marginados, psiquiatrizados, presos, etc…).
Reproducimos a continuación el texto de la breve intervención, sobre Antipsiquiatría y contracultura, de nuestro compañero Rafael Huertas en dicho evento.
Buenas tardes a todas y a todos, agradezco a la organización que haya contado conmigo para comentar algunos aspectos de las relaciones entre antipsiquiatría y contracultura en la España del tardofranquismo y la Transición. Unas relaciones que pueden considerarse en dos escenarios diferentes aunque complementarios: uno profesional y otro socio-cultural.
En el ámbito profesional, las “luchas psiquiátricas del tardofranquismo” es la expresión que utilizamos para referirnos a las movilizaciones que se produjeron en diversas instituciones psiquiátricas del país a lo largo de la década de los setenta. La primera de estas movilizaciones se produjo en el hospital de La Cadellada (Oviedo), donde estaba teniendo lugar una experiencia de transformación de la asistencia psiquiátrica, con la introducción de cambios en la organización de los servicios y con la implantación de un modelo de comunidad terapéutica que pretendió superar el encierro manicomial mediante la creación de servicios de puertas abiertas, la puesta en marcha de nuevas formas de terapia (talleres, arteterapia, etc.) y la creación de clubs o asambleas de pacientes en las que se tenían en cuenta sus opiniones y se propiciaba un trato más horizontal.
La intransigencia de la Administración (de la diputación de Oviedo) acabó dificultando su desarrollo y generó un primer conflicto, con encierros, movilizaciones y negociaciones que, que finalmente fracasaron poniendo fin a este intento transformador. Sin embargo, esta experiencia en el Psiquiátrico de Oviedo supuso el inicio de una cadena de conflictos en todo el país, como por ejemplo las “clínicas de la calle Ibiza” en Madrid, situadas en el recinto de la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco (hoy Hospital Universitario Gregorio Marañón); el Instituto Mental de la Santa Creu (Barcelona) y el del Manicomio de Conxo (Santiago de Compostela) -del que hay alguna imagen en la exposición- entre otros muchos.
En este marco surgieron redes de contactos entre profesionales críticos que sirvieron para extender los movimientos de protesta, coordinar solidaridades y negociar posibles salidas a los conflictos, llegándose a crear una Coordinadora Psiquiátrica Nacional que funcionó de manera asamblearia entre 1971 y 1977, y que es un ejemplo del activismo sanitario desarrollado en el más amplio marco de la lucha antifranquista.
Frente al modelo manicomial, estas iniciativas pretendían implantar un modelo de salud mental comunitaria y, en este sentido, tienen una vertiente de organización de servicios, pero también se convirtieron en potentes focos ideológicos capaces de trasmitir un pensamiento crítico, que guardó cierta relación con el movimiento antipsiquiátrico y que no pasó desapercibido en los núcleos de difusión de la contracultura en España. Revistas como Ajoblanco o como El Viejo Topo se hicieron eco de estas “luchas psiquiátricas”, dedicaron secciones específicas a la antipsiquiatría y contribuyeron a difundir el pensamiento de algunos de sus más destacados representantes. Las entrevistas a Foucault o a Guattari, publicadas en Ajoblanco, son un buen ejemplo de este interés, pero en sus páginas también pueden leerse argumentos procedentes de las asambleas de trabajadores de los hospitales psiquiátricos en conflicto: “El hospital psiquiátrico es un centro de régimen custodial o carcelario destinado a recoger […] a aquellos que no se adaptan a las normas sociales establecidas y no participan del proceso de producción”, o “La institución manicomial priva a los internados de los más elementales derechos, al mismo tiempo que esconde y encubre las contradicciones sociales implícitas en la enfermedad”.
Junto a la crítica a las instituciones asistenciales, queda patente también el enfrentamiento dialéctico de dos formas diferentes de entender la locura y la propia psiquiatría. Como explicaba un representante de los trabajadores de Conxo a la revista Triunfo: “Una en la que el enfermo mental es un irresponsable al que hay que educar y al que hay que enseñar a adaptarse a las normas imperantes y otra en la que el enfermo mental simboliza y expresa las contradicciones de una sociedad dada en un tiempo y un lugar determinados […] y somos todos, tanto los internos como los que prestamos nuestra asistencia, los que tenemos que liberarnos de esas contradicciones”.
Contradicciones que, identificadas en la práctica, fueron teorizadas mediante discursos críticos y anti-institucionales heterogéneos que tienen que ver con la recepción de la antipsiquiatría. Es llamativo el esfuerzo editorial de la época para traducir, publicar y difundir las principales obras de Laing y Cooper, o de Basaglia, o de Deleuze y Guattari, etc. (Anagrama, Ayuso, Barral)
En definitiva, pienso que el enorme peso simbólico de la locura, y su capacidad de subversión, contribuyó a que su presencia en los ámbitos culturales y artísticos próximos a la contracultura fuera muy notable: artistas como Leopoldo María Panero o como “Toto” Estirado (cuyos dibujos están presentes en la exposición) forman parte de este ambiente.
El movimiento antipsiquiátrico -entendido en un sentido amplio- supuso, en el marco de la contracultura y de los nuevos movimientos sociales, un innegable revulsivo, con sus aciertos y sus limitaciones, para pensar la locura de otra manera. La idea de que bajo un trastorno psíquico subyace siempre un conflicto social permitía analizar la locura como una vivencia individual que reflejaba los conflictos y las contradicciones sociopolíticas.
Politizar el sufrimiento psíquico es precisamente una de las estrategias de numerosas iniciativas que se desarrollan en la actualidad. Profesionales comprometidos y organizados en torno a asociaciones (Asociación Madrileña de Salud Mental-AEN; La Otra Psiquiatría, La Revolución Delirante) pero también colectivos de personas con diagnóstico psiquiátrico, como Psiquiatrizados en lucha -con una tradición que se remonta al hospital de día que puso en marcha González Duro en el Madrid de 1973-, o como Locomún, hasta las redes de los Oidores de Voces o los Grupos de Apoyo Mutuo, pasando por proyectos como Radio Nikosia, o por campañas como la de #0 Contenciones, constituyen un conjunto amplio (aunque minoritario) de iniciativas y esfuerzos que están cuestionando planteamientos de fondo de nuestra sociedad, en donde la atención psiquiátrica es solo una pieza más del engranaje que favorece la despolitización de los conflictos y los lleva al terreno de lo técnico y de lo personal.
Este cuestionamiento es heredero directo de la contracultura, porque la contracultura, desde que Roszak acuñó el término en 1969, más que una percepción o una élite cultural, supone una alternativa política que pretende desde el plano ético, contrapsicológico, estético, etc., un cambio cualitativo profundo. La contracultura nace como respuesta a la tecnocracia, al régimen institucionalizado de expertos que reproduce la lógica productiva: “todo se convierte en objeto de examen puramente técnico y de manipulación puramente técnica”…y la psiquiatría, en el fondo, no es más que una técnica, una de esas tecnologías del yo que pretenden la interiorización de la norma, de tal modo que cualquier subjetividad que no esté normalizada entrará en su jurisdicción y será sometida a su control, que con demasiada frecuencia es agresivo y autoritario. Creo que este es el nexo fundamental que puede establecerse entre antipsiquiatría y contracultura en el posfranquismo, de similar manera –salvando las distancias- a lo que ocurre en la actualidad, cuando desde la psiquiatría crítica y la pospsiquiatria y desde el activismo profesional y en primera persona se cuestiona el pensamiento dominante y se intentan construir alternativas contrahegemónicas.
Sin embargo, como es bien sabido, la construcción de alternativas no implican solo al ámbito psiquiátrico (las soluciones sectoriales son siempre limitadas), sino a procesos más amplios de cambio social. La politización del sufrimiento en nuestro modelo de sociedad nos lleva a denunciar, claro está, las consecuencias de la privatización y los recortes en relación con los recursos asistenciales; a propugnar modelos de atención respetuosos con los derechos humanos, pero también a advertir las falacias culturales del sistema: el individualismo, la competencia, la inmediatez, la fragilidad de las relaciones humanas, etc, etc.; y a insistir una y otra vez en las consecuencias demostradas de la crisis económica, de la pobreza y la precariedad, en la salud en general y en la salud mental en particular.